Puerto Príncipe está ahora asediada, dominada por bandas.
Con el 85% de la ciudad bajo su control, los habitantes viven en un miedo constante, donde cada movimiento puede convertirse en un auténtico curso de supervivencia.
Las balas golpean indiscriminadamente, alcanzando a inocentes y combatientes por igual, en una violencia que no es ni implacable ni compasiva.
Las fuerzas de seguridad, sobrecargadas de trabajo e ineficaces, ya no son capaces de proteger a los ciudadanos, que se ven abandonados a su suerte en un Estado fallido.
Sin embargo, en medio de este desorden, está surgiendo una voluntad de resistencia.
Cansado de promesas incumplidas y de la inacción de los gobernantes, el pueblo se organiza lo mejor que puede para defenderse.
Estos grupos de autodefensa dan testimonio de un pueblo que se niega a rendirse. Pero, ¿cómo podemos esperar triunfar sobre la violencia armada cuando la indiferencia de las élites políticas ahoga cualquier posibilidad de cambio?
El aislamiento de Puerto Príncipe está agravando la crisis.
Las rutas marítimas y aéreas, antaño símbolos de apertura, son ahora inaccesibles, aislando a la ciudad del mundo exterior.
Este aislamiento refuerza el sentimiento de abandono, como si la comunidad internacional mirara hacia otro lado.
La solución reside en la movilización colectiva, en un compromiso sólido de los actores regionales e internacionales para apoyar una auténtica transición política y de seguridad.
Las reivindicaciones populares deben continuar, porque son la última línea de defensa contra el colapso total.
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